CEREMONIA DURANTE LA TORMENTA

Para pedalear desde Munro hasta Villa Maipú hay dos opciones: el camino corto, que es cruzar los barrios de Villa Zagala y Loyola, o el camino largo, que es ir hasta Ballester y bordear las vías. Con el sol da la sensación de que está todo bien para hacer el camino más breve. Pero de noche es otra historieta. Flasheas que vas regalado, o simplemente te sentís amenazado ante tanta quietud. Además era de madrugada y parecía que el cielo se iba a venir abajo, preferí evitarlo. Por el otro lado, tampoco tenía ganas de pasar por Ballester, ese barrio tan aburguesado y anti, lleno de cervecerías artesanales, y de guaches tirando facha, haciéndose los piola, batiendo la de la autogestión con una cubetera en el pecho. 

Unas horas antes, cuando la pepa llegaba al torrente sanguíneo, grité en más de una ocasión que no me sentía libre, que tener un gato me había quitado la libertad. La cuestión era que mi gato estaba solo en casa, y yo sabía que me estaba esperando. Irme de casa me da culpa. Porque él realmente me espera. Me dicen mis vecinos que cuando me voy, él va a llorarles en la puerta hasta que le abren. Le gusta estar con gente. Y además tiene sus rutinas: se levanta entre las seis y las siete de la mañana y si no le abro rápido empieza a joder. Tira el control remoto al piso, muerde los libros, llora. Le abro y me duermo un rato más. Tipo once vuelve y se acuesta. A la tarde pasea, y a la noche, cuando termino de comer y no está, salgo a buscarlo. Generalmente está en el pasillo cazando cucarachas o por el patio de los vecinos. Otras veces se duerme temprano en el living y lo cargo en brazos, literalmente como si fuera un bebé, hasta la cama. 

Por más que trate de convencerme de que lo que hago está bien, de que yo también puedo salir a caminar por los techos como hace él, siempre estoy pensando en volver. Me lo imagino acostado en nuestra cama, hecho una bolita, atento al ruido de la puerta. Me da miedo que piense que no voy a volver, porque lo cierto es que siempre voy a volver. El guachin, el gato más compañero y hermoso del mundo. Me siento vulnerable: ¿qué voy a hacer el día en que no esté más? No puedo ni siquiera pensarlo. 

Hace unos días me fui a pasar un fin de semana con mi familia a unos pocos kilómetros de casa y lo más difícil fue, sin dudas, extrañarlo. Imaginármelo durmiendo solito. Yo sé que los gatos son independientes, pero lo cierto es que nadie conoce al guachin como yo. La tarde en que volví, no estaba. Supuse que debía andar por los techos. Lo extrañaba mucho. Agarré su platito y lo sacudí para ver si escuchaba el ruido de su comida. Nada. Puse la pava y me senté en la compu. Al ratito apareció y se subió de un salto a la mesa. Inmediatamente se empezó a refregar contra mis manos y a maullar. Me había extrañado tanto como yo a él. Tuve miedo de que se enoje, pero no había rencores. Así estuvo un tiempo largo. Tuve que dejar lo que estaba haciendo y dedicarle un tiempo largo a darle todas las caricias que no le había dado en los últimos dos días. Cuando tuvo suficiente, se durmió encima de mi mano. 

Me alivió pensar en esto ayer a la noche cuando me sentía culpable por no estar en casa y por pensar en la posibilidad de dormir afuera después de mucho tiempo. Por un instante me sentí dependiente, sentí que la responsabilidad de mi vínculo con él me pesaba. Aunque después pensé que este vínculo, que esta relación entre nosotros dos, me daba la posibilidad de ser una persona menos egoísta. ¿Qué quiero decir? Que, en definitiva, eso es lo que entiendo (entre otras cosas) por amor: la posibilidad de anteponer a otra persona por encima de tu propia nariz (¡y de tus propios miedos también!), de librarnos un poco del egocentrismo absurdo en el que estamos sumidos sin dejar nunca de ser quienes queremos ser. Aunque sea difícil, aunque cueste, aunque haya malos días. 

Finalmente decidí quedarme en la casa de mi amigo. Habíamos estado grabando desde las cinco de la tarde y apagamos la computadora a las cuatro de la madrugada. No tenía energías para encarar la pedaleada, ni tenía energías por pasar por el Palermo Soho del conurbano. Decidí dormir unas horas y volver con el sol matinal por el camino corto. 

Me puse la alarma temprano pero me costó levantarme. Tenía la pesadez habitual de un cuerpo que extraña a otro cuerpo (por momentos ya no sé si hablo del gato, o no). Cuando llegué, no estaba. Hoy me dijeron mis vecinos que durmió con ellos. Me rompió un poquito el corazón. Hubiese querido estar con él. Me acosté y empecé a redactar mentalmente este texto. El final perfecto lo escribió el guachin, mi gato, porque mientras lo pensaba, mientras me imaginaba las palabras que iba a usar, se apareció por la ventana para dormir unas horitas más conmigo.

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